Nacer muriendo
Ruben Bouvier
Fue una noche inolvidablemente mágica. A ningún ser humano habitante del planeta esa noche le resulto tan especial como a mí. Fue mi noche y también la de aquellos que fueron compañeros de viaje hasta ese día de mi corta y especial existencia. Fue mi noche del 17 de Julio del 72 donde mágicamente nací desde la muerte.
En un viejo Barracon
de Infantería, de una histórica Colonia del Sacramento, se planificó militarmente un
andrajoso baile siniestro del terror donde danzaron los muertos y
los recién nacidos.
Fue un baile cruel,
interminable, sádico, húmedo, de aullidos sin nombre, sin rostro. Una especie de
baile de mascaras, donde nadie pudo elegir su propia representación.
Todo fue ordenado
desde un mando verde, con botones dorados en los hombros, con bastones de
madera, fustas, y botas de cuero negro. No era un baile con entrada libre. Todos
eran invitados especiales
El frío era seco,
intenso, cortante y mis pensamientos se desbocaron como un caballo
del futuro en una frenética carrera
donde mis jóvenes 21 años supieron por primera vez, de la existencia de algo que llamaban taquicardia,
pulsaciones disparadas, miedo a un precipicio que me invitaba a una caída vertiginosa, en
un solitario vuelo hacia la muerte.
Los hombres verdes
vinieron a buscarme para ser los parteros de una casi-muerte
que alumbro un nacimiento diferente,
de otro ser que ya no era, que nunca seria igual.
Ya no volvería a ser
el que fui. Nadie de forma natural puede volver a nacer a los 21 años y por eso
fue mágico y lleno de una singular belleza, pese a estar en una escenografía
pulverizada de dolor.
Lizette en mis
brazos entendió con sus diecinueve meses de vida, que los
hombres verdes que entraron en tropel
con sus bayonetas en ristre eran autómatas portadores de una historia que comenzaba a cambiar para todos y para
ella en especial.
Los hombres verdes
eran sepultureros y portadores del dolor humano.
La capucha, las
manos a la espalda y el frió metal que ajustaba mis muñecas eran
el prologo de un viaje
corto-eterno-imborrable- adrenalinico-histórico e impredecible.
La capucha de tela
gruesa y verde se incrusto con fuerza en mi cabeza y el rostro
de Lizette paso a ser un recuerdo
permanente que impregno mi piel y endureció mis mandíbulas
con un dolor nuevo para mí durante once años.
Todo se hizo
intangible, me quede sin tacto, sin visión, con mi boca reseca. Me
quede solo con el olor a “tumba” de
cuartel que impregnaba la áspera tela de la capucha.
Mis oídos pasaron a
ser la referencia con un mundo en lo que todo indicaba que me iba de
él.
Solo un hilo fino,
tenue, me ataba a la vida que no quería perder y una estrella fugaz de cinco
puntas se vio caer en picada hundiéndose masivamente en el fondo de una derrota
histórica en el Uruguay. que le cambio la vida radicalmente a decenas de miles
de hombres, mujeres y niños. Caíamos en el fondo oscuro de un rió cualquiera del
Uruguay.
La energía que esa
estrella irradio al tocar la profunda soledad, me incito a pelear por un
mundo nuevo que habría que construir.
Mi familia quedaba
cada vez más atrás en la medida que el jeep verde cargado con hombres
y bayonetas caladas, devoraba las calles
que tantas veces transite con el sol o la luna acariciando mi cara.
Atrás quedaban para
siempre mis años de niñez y adolescencia y a su vez frenéticamente se
acercaba un nacimiento parido por la muerte.
La noche se hizo
noche total y fue como sentir una extraña, placentera y tibia especie de muerte
aun no descubierta por los hombres de ciencia.
El triciclo rojo
alrededor del aljibe y bajo el parral de aquella Colonia Suiza de
América.
Las mañanas dando de
comer a las gallinas, el campito cruzando la carretera, el alambrado y los
chircales con una mirada deseosa de ver a Mariel jugando en su casa y
contemplarla sin que ella me viera, sin enterarse jamás de mis sueños de besar
su virgen y carnosa boca roja.
Los partidos de
fútbol en verano. A morir a diez. Al rayo del sol (como gritaba mi madre).
Con olor a niños
pobres El Negro Burgueño, los hermanos Onequer, Miguel, mi hermano y
yo.
El monte de
eucaliptos adonde me escapaba cuando la goleada anunciaba el final.
Corría por
dentro del monte esquivando esos grandes troncos y pisando las hojas a las que
el otoño ordenaba morir. Era el otoño de mi niñez y buscaba en mi aventura
solitaria llegar a un lugar secreto, intimo, jamás pisado y conocido por nadie,
preparando sin saber futuras clandestinidades.
Allí supe
tener largas charlas con aquel caballo alazán, muy alto y que seguramente
pesaba más de 600 kilos. De largas crines y de una mirada azul cercana,
secreta y cómplice de historias futuras.
Yo no paraba
de correr hasta ubicar aquel árbol que identificaba fácilmente con un
hueco en su corteza.
Dentro de ese
hueco le di sepultura a una pequeña rana que encontré muerta debajo del
duraznero.
En una cajita
de plástico le realice un pequeño y desolado velatorio donde solo yo y algunas
gallinas fueron testigos.
En ese árbol
ella estaría para siempre, hasta la eternidad, tan lejos como la utopía del
hombre nuevo que empezaba a volverse inalcanzable.
Ya sin aire corría,
llegaba y comprobaba que seguía allí. La observaba y estaba igual que la vez
anterior.
Era un
cementerio seguro para ella y también descansaba en paz como los
humanos.
Luego me
sentaba sobre el colchón de hojas muertas. Estiraba mis piernas y levantaba mi
cabeza viendo como las nubes corrían sobre una pista celeste donde yo pensaba
que estaba Dios, mirándome, controlando mis actos. Rezaba en un susurro casi, un
Padre Nuestro que aun memorizaba de mi primera comunión. Luego me sentía
diferente, absuelto de todos los pecados cometidos esos días.
Después de
algunos minutos el enorme alazán llegaba con un caminar lento y casi humano. Se
aproximaba y muy cerca podía sentir la tibia humedad de su hocico en mi cara. Su
altura, su brillo y su manera de ser lo hacían único. Jamás vi un caballo
cercanamente parecido a el en el resto de mi vida.
Solo mantenía
conversaciones conmigo. Me lo confeso la primera vez que lo vi llegar a mi
eucaliptos-cementerio.
Yo con mis nueve
años era un tembloroso y voraz oyente de sus leyendas. Siempre me hablaba de
lejanas tierras y de historias en las que seguramente fue protagonista
central.
Eran luchas de
pueblos que se unían por la verdad y la justicia.
El fue el
primero en decirme que un Hombre Nuevo estaba en gestación.
Luego pegaba
un golpe seco con su mano izquierda en el piso y se iba. Nunca supe desde donde
venia y a que lugar pertenecía.
Una mañana
decidí seguirlo para ver hasta donde llegaba. Se paro abruptamente. Dio vuelta
su cabeza y sus venas se marcaron como alambres tensados en una fragua de fuego.
Su mirada fue esta vez de un color azul incandescente. Era como si el Sol
estuviera allí en sus ojos.
Tiernamente me pidió
que no lo hiciera y fueron sus últimas palabras, nunca mas lo vi.
Serenamente me dijo:
gran parte de tu vida será la de guardar secretos y no saber ciertas
cosas.
Atrás quedaban las
esquinas derrapadas por ese monstruo verde que apuraba el paso
para llegar en hora
al baile de los andrajosos “pichis” a los que había que bautizar con
angustiantes
aguas eléctricas, que no serian benditas ni de manantial.
Atrás quedaba mi
niñez con aquella cercanía desconocida para mí, a un Tiro Suizo
que
provoco
los cuentos confusos de mi padre sobre algo extraño que allí sucedió.
Todo se quedaba muy
atrás y también aquella mi primera masturbación escondido entre
los limoneros
y pensando en Mariel.
Comenzaba a
marcarse mi rara adolescencia donde mis compañeros de liceo me veían como
el “bicho raro” que leía a Marx, a Lenin, al Che, escuchaba a Cafrune y sabia
quien era Fidel.
Los soldados
hablaban de sus guardias, de sus relevos, como si ese viaje fuera uno más de los
tantos en el que cargaron a hombres y mujeres como un precioso botín de guerra.
Hablaban del “pata e bolsa “que tenia una nueva víctima. Esa víctima era
yo.
Lo entendí
meses después cuando de tanto escuchar, supe que el “pata e bolsa “era una
especie de monstruo que salía por las noches buscando casas donde habitaban
mujeres que habían quedado solas.
Casas de oficiales,
de soldados y de los “pichis” tupas también.
No paraban de
hablar de él, era un ser que les inspiraba mucho miedo, angustia y daban como un
hecho que nadie se salvaba de sus apariciones nocturnas.
Existía y
actuaba, pero nadie sabía su nombre y sus fechorías no eran penadas por la
Ley.
Era un ser
especial, casi extraterrenal, que gozaba mujeres ajenas y sin violación, todo
era a pura seducción.
Ellos hablaban
permanentemente de él, pero también sabían que estaba ahí sentado con
ellos, esperando una
guardia nocturna para hacer gozar a una mujer que esa noche
quedaría
sola.
Ella estaría
pronta para abrir una puerta y tener orgasmos diferentes, placenteros,
secretos, tal vez
vengativos o simplemente fuertes orgasmos prohibidos.
Por once años esas
serian conversaciones que escucharía todos los días, pero de
noche eran mas sombrías, inundadas de
miedo y de un sufrimiento enorme para aquel que nada podía hacer, pues estaba muy lejos, muy
desamparado. Cuentan que hubieron soldados que llegaron a escuchar los gritos y
gemidos de placer de sus mujeres en las frías noches del Penal de Libertad
cuando cumplían guardia por un un mes. Ese mes se les hacia terriblemente
interminable.
Frente a la barrera
que cruzaba la entrada del Cuartel el soldado que manejaba
grito la contraseña. La barrera
se levanto. Era la entrada a uno de los Infiernos que día a día se construían en
el Uruguay de la década del 70.
Corrí para aferrarme
fuertemente a los brazos y al cuerpo de mi madre, cuando aquel enorme perro-lobo
me corrió por aquella angosta calle de tierra rumbo a la Escuela 10, pasando el
Club Artesano.
Me aferre a todas
las preguntas y respuestas que debería dar para ganar tiempo o para callar y no
delatar, para no entregar.
Me sacaron
entre dos, tres o tal vez yo sentí que fueron miles desde dentro del
jeep.
Sentí que el perro
era muy grande y que mis piernas no llegarían a los brazos de mí madre para
salvarme de sus colmillos de acero.
Caí pesadamente en
un piso duro, militar, sediento de golpes y sentí voces, muchas
voces.
Como en un espejismo
vi que mi madre se alejaba, se diluía y el enorme perro toco con su poderosa
mano derecha sedienta de dolor, mi talón izquierdo débil, de niño
aun.
Pase a ser un
eslabón más de la derrota de muchas guerrillas latinoamericanas. Caíamos en las
babeantes fauces de los seres del terror.
Rodé y di vueltas
sin cesar mientras el perro trataba de atraparme definitivamente para morder mi
rostro.
Era el umbral entre
un mundo que se iba y otro nuevo que era necesario construir.
Fue un parto
doloroso, sangriento, violento, eléctrico, místico y único.
Dentro de mi
capucha, Lizette planeaba junto conmigo y me alentaba a nacer en una noche llena
de magia, profundamente fría y nuestra.
Mi extraña y nueva
madre pujaba y pujaba para traerme al mundo de los golpes, los aullidos de dolor
y de la resistencia.
Sentí correr
el agua helada por mi cabeza y por mi espalda.
En ese torbellino mi
cerebro se inundaba y mis pensamientos se disparaban, mi adrenalina se
electrificaba y súbitamente a la luz de un relámpago vi el monte y sus
ojos azules que me decían dulce y lentamente de un Hombre Nuevo que debería
nacer.
Manoteaba
desesperadamente a mi estrategia que quería escaparse de ese lugar. Le explique
a ella que debería estar no a mi lado, sino dentro mió.
Fueron segundos el
tiempo que me llevo elaborar una estrategia para no morir, para permanecer, para
no claudicar, para no enloquecer, para no dejar de ser.
El agua entraba
salvajemente, fría, decidida, en torrente. La capucha se inundo, se cerró en el
cuello y sentí los gritos de otros muertos, de otros nacimientos, de otras
estrategias que también lucharon para no abandonar nunca más el mundo milenario
de la lucha de los pueblos.
Mi espalda y mi piel
sintieron como el agua se electrizaba y quemaba mis neuronas.
Pero la lucha de los
pueblos pudo más.
En ese primer minuto
de vida se decidía todo. Mi cabeza daba vueltas y la estrategia se debatía para
no morir ahogada.
Boqueaba y buscaba
oxigeno desesperadamente donde no lo había. El gemido, el vomito y mi cuerpo que
se tenso en un espasmódico movimiento de gigante fueron de una intensidad y
fuerza brutal.
El hombre verde
acicateado para matar, dejo por un momento su automatismo y pensó (lo que estaba
terminantemente prohibido para él).
Fue un momento y fue
la causa de que la estrategia no muriera y de que Joaquín este hoy a mi
lado.
Ese hombre verde
nunca supo que levantando su brazo y sacando a ese nuevo ser desde el fondo del
tacho, estaba siendo partero de la vida y de la lucha.
A cientos de
kilómetros, en un Tacuarembó lejano, en una vieja casa de la calle 33,
construida en la década del 40, una niña de 10 años jugaba a la rayuela y a las
maestras.
En una vereda
impregnada con olor a jazmines, Marta jugaba y saltaba, sin imaginar que en su
vientre, Joaquín comenzaba a ser protagonista de una historia que habría
de comenzar 28 años después.
De pronto esa noche,
ella sintió sensaciones extrañas y un latido distinto de su corazón la llevo a
emprender un vuelo nocturno, silencioso, extraño, agotador, para poder llegar
hasta aquel viejo Barracón. Allí se poso en un añoso roble y pudo ver a un joven
muchacho de 21 años que luchaba por nacer, para ser parte de un futuro, que en
aquel momento para nadie existía.
Inconscientemente su
pensamiento rezo un Ave María.
Aquel era un tiempo
solo de trágicos presentes, de morbosos electrodos, cuerdas que levantaban
cuerpos que a cada segundo pesaban más y más y parecían estallar.
Era una mordedura
filosa, atroz, que masticaba los cuellos, los brazos y las espaldas tensadas a
más no poder. Y en ese infierno eléctrico y planificado para matar, violar,
destrozar cuerpos y vencer resistencias, en ese infierno usted era el Jefe
Supremo, usted era el Diablo personificado, el que pegando con su fusta en su
bota lustrosa gozaba como en un orgasmo de crueldad cada aullido de dolor y de
cercanía a la muerte.
Era usted Coronel
Ernesto “Tordillo” Ramas. Usted aun desde su celda lujosa y con todos los
beneficios que le da el sistema, puede escribir y ser entrevistado por la
prensa.
Usted si tiene quien
le escriba Coronel Ramas. Somos muchos los que podemos escribirle para
recordarle cuanto dolor gesto en su vida.
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