Publicado por COMCOSUR
Inútiles para este mundo
Esteban Kreimerman Esquerré (Fósforo)
La situación de las cárceles uruguayas es desastrosa.
Hacinamiento, falta de higiene, violencia y malos tratos, todo está a
la orden del día, y si a alguien le quedaba alguna duda el Relator
especial de Naciones Unidas sobre tortura y otros tratos o penas
crueles, inhumanos o degradantes las acaba de despejar en su visita al
país. Y se trata de un asunto que anticipa la voluntad popular: las
cárceles de menores son tan horrendas como
las de mayores. En este contexto no sólo parece ridículo pensar en algo
así como rehabilitar, sino quizá más importante: no da la impresión de
que la rehabilitación esté en el universo de lo buscado. A fin de
cuentas, a la situación de hacinamiento se suma el apoyo masivo a la
baja de la edad de imputabilidad y al endurecimiento de las penas, dos
medidas que claramente agravarán la situación. Lo que debemos
preguntarnos, entonces, es qué significa esta aparente renuncia a la
pretensión de la rehabilitación.
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Para responder esta cuestión es necesario hacer una
disgresión, y preguntarnos cuál es el papel y la función de las
cárceles. Y aunque esto pueda parecer obvio no lo es tanto, y la
complicación comienza al preguntarnos cuál es la relación que existe
entre la cárcel y el crimen. Decía Foucault que en sus comienzos estas
dos ideas eran absolutamente extrañas la una a la otra. La idea de
crimen surge fuertemente asociada al contractualismo: se entendía que el
crimen era una acción concreta, bien definida, que venía a
violar el pacto social de donde fuera que se hubiese llevado a cabo. El
criminal, entonces, era simplemente aquel que hubiera realizado ese
acto, y los castigos propuestos eran acordes a esa concepción:
destierro, humillación pública, trabajos forzados (“comunitarios”, es el
eufemismo actual) o lisa y llana venganza (matar a quien mata, etc.).
Es decir, “actos” que responden a un “acto”.
La prisión no tenía lugar dentro de la discursividad
de estos autores, y si se piensa bien es absolutamente incongruente con
esa idea de crimen. ¿Qué sentido tiene encerrar a alguien como
consecuencia de un acto concreto? Pensado desde la lógica del crimen
como acto, cualquiera de las acciones anteriores es más razonable. El
quid de la cuestión es que la cárcel no se asocia a la idea de crimen, sino a la de peligrosidad.
El “peligroso”, al contrario que el “criminal”, no se define por un
acto. La prisión no va contra una acción puntual, sino contra la
totalidad de la persona. Es así que al criminal, convertido en
peligroso, se le asigna masivamente una historia y una subjetividad, y
se forma un aparato destinado a lidiar con él. Y el asunto es el cómo lidiar, o más bien, el para qué lidiar.
A fin de cuentas, nada de esto es inocente: la
prisión, y la idea de peligrosidad, surgen en los comienzos del
capitalismo y son parte de un dispositivo destinado a controlar y
disciplinar a las clases dominadas, de forma tal de producir una
población económicamente útil, apta para la explotación económica. En
ese sentido la cárcel es solidaria con la escuela, la fábrica y el
hospital: se trata en todos los casos de instituciones disciplinarias,
de encierro, destinadas a crear una clase trabajadora. Y por eso es que
el objetivo, al menos ideal, de la cárcel, también es solidario con esas
otras instituciones: la rehabilitación. Está claro que no es una
rehabilitación muy amable: se trata de disciplinar a los miembros más
problemáticos de las clases dominadas para hacerlos trabajar, o al menos
para que no molesten; pero al mismo tiempo la idea de la rehabilitación
implica necesariamente algo que queda invisibilizado: la creencia en la
posibilidad de la inserción, la creencia en que es posible que esas
personas tengan un lugar en el modo de producción, aún si no es un lugar
muy lindo.
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Aunque puede sonar poco amable plantear que la cárcel
está hecha para los pobres, un caso policial reciente viene en apoyo de
estos análisis. La cosa fue así: una señora fue presa por matar a unos
obreros en un accidente de tránsito. Al salir, la señora apareció
reclamando penas alternativas para los que se encontraban en su misma
situación: homicidio en accidente de tránsito.
¿Por qué deberían recibir un trato especial?, se podría preguntar.
Bien, por un lado esta señora se quejaba, con mucha razón, de las
terribles condiciones de reclusión; pero su otro punto es más
interesante: ella entendía que ese castigo “no era para ella”. Que no
tenía ningún sentido. Que no había ninguna racionalidad en enviar a la
cárcel a una persona que mató a otra en un accidente de tránsito. Y
tiene razón. Como veníamos diciendo, el fin de la cárcel es disciplinar a
las clases dominadas. La cárcel está hecha para los pobres, y no son
los pobres quiénes protagonizan la mayoría de los accidentes de
tránsito. Y es claro que los ricos no resultan “peligrosos”. Alguien
podría decir que de hecho sí, ya que efectivamente esta señora mató a
alguien, pero no sólo se trató de un accidente, sino que no es un
accidente que pueda prevenirse mandando a alguien a la cárcel. Más aún,
decíamos que el fin original de la cárcel era producir cuerpos
productivos y aptos para el trabajo, y sin embargo lo normal es que los
miembros de las clases medias y altas ya estén más capacitados y sean
más productivos; en ese sentido, enviarlos a la cárcel es un desastre
económico. Quizá, para este caso, hubiera sido más razonable considerar a
esta señora como una criminal. Quizá lo más razonable hubiera sido
cortarle una mano. Sin duda resultaría más útil en términos disuasorios.
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La peligrosidad criolla
Entonces, ¿se puede decir que algo de todo esto sea
cierto para el Uruguay actual? Sin duda la cuestión de la peligrosidad
parece ser muy cierta, pero como decíamos al principio, habría que ser
un cínico venido de Marte para plantear con cara de poker que las
cárceles uruguayas tienen en algún sentido una intención rehabilitadora.
Para comprender la situación uruguaya hay que agregar tres datos más a
la cuestión de la tortura: 1) Uruguay tiene una de las tasas de
encarcelamiento más altas de la región, al tiempo que tiene uno de los índices de criminalidad más bajos;
2) el 64% de los presos adultos está encerrado sin condena, lo que
significa que el encierro es la primer opción; y 3) todos los
indicadores de nivel socioeconómico indican que la mayoría de los presos son pobres.
Es decir, las cárceles uruguayas funcionan como un lugar al que se
manda a las personas pobres sin haber pasado por un correcto proceso
judicial, en cantidades innecesarias. Resulta entonces que en Uruguay la
prisión no está para disciplinar a los miembros descarriados de las
clases bajas, ni para producir una población trabajadora: son estrictos
depósitos de pobres, lugares donde mantenerlos encerrados y, más que
vigilados, alejados.
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En este sentido, nuestras cárceles son lo que el
filósofo tano Giorgio Agamben llama “campos de concentración”: lugares
físicos en los que el orden jurídico queda suspendido, donde no existe
la separación entre el hecho y el derecho, y donde lo que se puede
encontrar es la nuda vida, el zoé de los griegos sin ninguna mediación. La reincidencia viene a complementar esta lógica, ya que es lo que permite sostener en el tiempo la dinámica del encierro.
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Podemos ahora retomar la cuestión inicial, y volver a
preguntarnos: ¿qué significa esta aparente renuncia a la pretensión de
la rehabilitación? Como decíamos, el ideal disciplinario incluía la
creencia en la posibilidad de la inserción; el abandono de la
rehabilitación implica, precisamente, el abandono de esta creencia. La
conversión de las cárceles en campos de concentración, el afán por
encerrar a los pobres lo más temprano y lo más lejos posible, significa
que se concibe la existencia de un grupo que no tiene ni puede tener un
lugar en el modo de producción y por lo tanto en el mundo. Significa, en
fin, la aparición de una clase supernumeraria, una clase inútil
para el mundo, una clase a la que el mundo no le encuentra utilidad. Una
clase cuya función es no tener función.
Por supuesto que esto no es un fenómeno exclusivo de
Uruguay. El resto de las cárceles latinoamericanas son muy parecidas,
los centros donde se retiene a los inmigrantes ilegales en Europa
responden a la misma lógica, etc. Existe incluso una prisión muy famosa,
la Prisión de San Pedro
en Bolivia, de la que el Estado básicamente se ha retirado, y donde
existe una especie de sociedad interna donde viven familias y funciona
una economía. Podemos decir que aquello que expresa la existencia de una
clase supernumeraria no es exclusivo del Uruguay Natural, para fortuna
de nuestra memoria y lamento de nuestro mundo.
Ahora bien, esto plantea un problema teórico, porque
aunque aquello de “una clase cuya función es no tener función” suena muy
bien, no significa realmente nada. Planteado así, no es mucho más que
un sinsentido, y aquí es donde surgen varios problemas entrelazados.
Vamos a dejarlos para más adelante, pero podemos ir adelantando el
centro de estos problemas: ¿es verdad que existe una clase supernumeraria?
La producción capitalista de los residuos sociales
Preguntémonos, para ir entrando en calor, cómo pudo
generarse esta clase, pregunta que por supuesto le queda grande al autor
de estas líneas, pero que afortunadamente puede ser respondida con
apoyo de otros autores mejores. Michael Hardt y Antonio Negri, marxistas
ambos, teórico literario uno y buscapleitos profesional el otro,
plantean que luego de la crisis de los ’70 se le abren al capital dos
opciones para recomponer la tasa de ganancia. La primera consiste en una
recomposición del proletariado, que permita incluir y dominar distintas
prácticas y formas sociales. La segunda es más sencilla: la opción
represiva. El capital aplasta a las organizaciones y los movimientos
obreros, revirtiendo los procesos sociales que habían conducido, con su
resistencia, hacia la crisis. No es difícil ver que la segunda opción se
ajusta bastante bien con nuestra dictadura cívico-militar. Ahora bien,
esta segunda opción implicaba otra operación: la separación de la clase
obrera en dos: una incluida en el sistema, con beneficios salariales,
nivel de vida establecido (Consejos de Salarios, ¿por qué no?), y otra
marginada, separada y enfrentada a la primera, que la veía (la ven) como
una amenaza a su situación.
Resulta entonces que la clase supernumeraria aparece
como una necesidad política del capital, en respuesta a la resistencia
que significaba una clase obrera unificada y homogénea. Y esto nos
permite retomar el problema que habíamos postergado. Nos habíamos
preguntado qué puede significar “una clase cuya función es no tener
función”. Hay dos respuestas posibles. Lo primero que podemos plantear
es que en realidad sencillamente no tiene función alguna. Podemos
plantear que la máquina capitalista, en su funcionamiento habitual,
genera algo así como un residuo social, una población que no es capaz
que reabsorber dentro de sí mismo, una línea de fuga constante que se le
escapa. Es decir, podemos plantear que existe una clase supernumeraria, aunque quizá no sea correcto llamarla clase,
ya que parecería no tener ningún papel en el modo de producción. La
alternativa es plantear, al contrario, que sí tiene función: una función
ideológica, discursiva, hegemónica en el sentido de permitir la
hegemonía.
La tesis de Hardt y Negri parece ir en ese sentido:
la función de la clase supernumeraria es la de ser demonizada, de modo
de mantener la alianza con una fracción de la clase dominada mediante su
enfrentamiento con quienes, en realidad, deberían ser sus verdaderos
aliados. Y sin embargo la oposición entre las dos propuestas no es tan
transparente: es muy razonable plantear que en realidad la máquina
capitalista realmente produce a esta clase, que una vez producida es utilizada
con fines ideológicos. El problema planteado, en realidad, es uno más
complejo: es el problema de la verdad en la mentira, los momentos de
verdad entre todos los momentos de falsedad. Digamos que la hipótesis
del residuo no es más que mera ideología capitalista posmoderna que toma
como necesario lo que en realidad es meramente contingente; aún así, es
posible que en el capitalismo de hoy la producción de ese residuo sea
realmente necesaria, que conceptualizarlo de esa manera nos informe de
una cierta dinámica propia del capitalismo. Se esencializa teóricamente a
una clase, pero es una esencialización que interpreta correctamente un
efecto sistémico.
Y ahora, volviendo a nuestro problema original del
que parecemos habernos alejado bastante, podemos interpretar algo que el
Frente Amplio ha venido haciendo de un tiempo a esta parte: la
recuperación y reivindicación de las medidas de rehabilitación. Es
cierto que este gobierno ha puesto en marcha varios planes
socio-educativos en centros de reclusión, y también que esos programas
han tenido un éxito considerable, pero esto pone al Frente Amplio en una
posición ambigua: por un lado, lo hace suscribir el modelo
disciplinario, de producción de una población económicamente útil, del
que hablábamos al principio; por otro, la recuperación de la idea de
rehabilitación -dado el contexto de renuncia a la rehabilitación y
condena de una clase social a la expulsión- implica el planteo de una
lucha por la hegemonía. El Frente Amplio (quizá no en su totalidad,
quizá incluso en una fracción ínfima, pero el Frente Amplio al fin)
efectivamente se para frente a la opinión pública, reintroduciendo
dentro del universo de lo posible la inserción de esa población dentro
del modo de producción. Es así que la política de rehabilitación del FA
termina expresando muy bien su ideología, un “capitalismo con rostro
humano”, o mejor, un “crecimiento con inclusión”. Puede parecer poco,
pero no lo es: en la medida en que la partición de la clase dominada en
dos sea funcional a la estrategia de acumulación del capital, su reunión
resulta, aún sin buscarlo, un proyecto efectivamente anticapitalista.
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