El
“pichi” que los sigue derrotando en una cajita tirada por el caballo compañero
de la libertad
Las
madrugadas en los recovecos cuarteleros del Montevideo sitiado y vejado por las
“conjuntas”, eran interminables, y lo único que podía distraer o atenuar las
amargas vigilias aguardando el próximo y patriótico maquinazo fascista, era
tratar de meter oreja en los escabrosos e intimistas coloquios de los milicos
rasos de retén, casi siempre repletos de sacadas de cuero de algún colega más
infeliz que ellos, perjudicado por un ocasional pata de bolsa o la preñez demasiado
precoz de una hija que todavía estaba en la primaria y ni siquiera sabía quién
sería el padre de la criatura.
Podías
hacerte una idea clara y esclarecedora de la miseria cultural de los hogares de
la tropa, pero muy rara vez podías oír algo que te sirviera para hacerte una
idea de qué estaba pasando “afuera” de los inolvidables manicomios-infiernos
regenteados por una oficialidad resentida de décadas y décadas de ninguneo
“civilista” burgués que los había colocado en la categoría de último orejón del
tarro en la opinión popular del súper democrático Estado uruguayo herido de
cagazo oligárquico y consecuente dictadura “cívico-militar” resuelta a cobrarse
una emblemática discriminación tramposamente estigmatizadora de lo militar, construida
sagazmente a principios del siglo XX por José Batlle y Ordóñez (“el Lenin de la
burguesía criolla”, al decir de algunos historiadores) en alianza ideológica
con pseudo anarcos derrotados y derrotistas corridos por la desocupación y la
persecución política del “viejo mundo”.
En
la bisagra del miércoles 22 y el jueves 23 de noviembre de 1972, en el
miserable “artillería uno” del cerrense barrio La Paloma, la charla entre los
botones de guardia en el barracón donde se apilaban personas como basura para
clasificar, se salió del triste libreto cotidiano para versar sobre algo que,
sin lugar a dudas, impactaba como escopetazo brutal contra el pecho
triunfalista de los flamantes ganadores del “proceso”:
“¿Podés
creer?... El pichi se la jopeó a la guardia, saltó el muro del quinto, se metió
en el cementerio en plena oscuridad, no sé cómo consiguió un camión y se fue a
la casa a levantar a la familia con los muebles y todo… Hasta los perros y los
gatos cargó en el camión el hijo de mil putas… y no pasa nada, no aparece”.
El
miliquito que manejaba la buena nueva no tenía más que detalles dudosos del
asunto, pero a pesar de su bronca y su asombro, su resumido y bienaventurado relato dejaba entrever como un involuntario
reconocimiento de heroicidad a punto de convertirse en leyenda ciudadana, por
un lado, y, por otro, en señal de que nada de lo que estaba ocurriendo en todo
el país, sería para toda la vida.
Al
rato, “El Indio”, un milico viejo, canario y raro que había sido obrero de la
industria del cuero y que vivía esos días con una angustia inexplicable para el
común de las presas y los presos, dejó caer como al descuido un papelito lleno
de faltas de ortografía sobre la paja nauseabunda de mi improvisado cubículo de
flamante “preso político” con el número 55 dentro de la materia prima humana
que serviría para que alferecitos, tenientecitos, capitancitos, mayorcitos y
otros agrandaditos de ocasión acumularan patéticos méritos en sus brillantes
carreras de verdugos del pueblo y futuros gobernantes acomodados en el aparato
burocrático que facilitaría una rapiña que había dejado de ser monopolio de
blancos y colorados y de alcahuetes vocacionales del poder judicial y del
llamado cuarto poder.
El
papelito era un verdadero y genial “parte de guerra” especialmente concebido y
realizado para levantar el ánimo de los muertos vivientes de La Paloma (desdichadamente
no podía conservársele para un incierto “museo de la memoria”), y decía algo así
como: “Alberto Cecilio Mechoso, alias
Martín. Anarquista fierrero, especializado en asaltos a bancos, amigo de los
tupas, de aproximadamente 40 años, se fugó anoche del 5° de Artillería de la
calle Silva, saltando un muro de piedra con las costillas rotas y escondiéndose
enseguida en el cementerio. Se rajó en un carro de juntapapeles intercambiando
ropas con éste y pasando por las narices de una troja de soldados con perros y
armados hasta los dientes. Los oficiales dicen que el tipo se fue a la casa a buscar
a la familia y que se llevó todos los muebles y unas granadas escondidas en un
aljibe, y que nunca más lo van a agarrar, porque es más rápido que la luz y no
le tiene miedo a nada…”.
El Pocho Mechoso, efectivamente, no
volvió a caer en Uruguay, aunque sí en la Argentina también enseñoreada de
fascismo mafioso y alcahuetes imperiales de baja estofa más asesinos que Jasck
El Destripador.
A
“El Indio”, junto a otro montón de milicos viejos, le dieron la baja antes de
fin de año por “no estar apto para el servicio”, y a principios del año
siguiente cayó preso con una mochila llena de volantes, su hijastro, Perico o
Faquito, procesado por “jueces militares” por “asistencia a la asociación para
delinquir” y “co-autoría de atentado a la constitución”, al que luego le
cambiarían la “carátula” y lo dejarían suelto pero re-vigilado porque “lo
habían usado ingenuamente unos bolches del Cerro”…
Para
quienes quedamos en el freezer del proceso sin la entereza moral revolucionaria
del Pocho, su ejemplo nos quedó como un imposible por no entender todavía que
la revolución es un impresionante fenómeno de “masas”, el más grande
acontecimiento colectivo histórico imaginable, sin lugar a dudas, pero también
la obra enaltecedora de aquellos seres humanos que van cincelando su propia
vida personal y única –colectiva, social, pero única- en la innegociable
convicción de que la libertad no es un derecho, sino un imperativo biológico
natural intransferible, que no se pide ni se concede, y que en todo caso es más
parecido a un deber insoslayable que a un derecho.
Si
hubiésemos comprendido eso que el Pocho nos enseñaba montado en su carro de
clasificador furtivo, no solamente habríamos entendido qué quería decir ser Libetario.
Muchas y muchísimos más nos hubiésemos tomado los vientos, al menos ese fin de
año de triunfalismo facho que rengueaba precisamente de eso, del triunfalismo
barato de los enemigos de la libertad.
De
La Paloma, al menos, me consta, eso hubiera sido otra que posible, si a la
desmoralización y a la vejación, no le hubiésemos sumado la ausencia de
corazonadas y furia indetenible, que únicamente anidan en las almas que muy
temprano aprenden que hay que fugarse de todas las prisiones –las de las rejas,
las del yugo burgués, las de las derrotas y, también, las de los fanatismos
necios-, no para evadirte del sistema, sino para destruirlo por completo y para
siempre, para hacerlo moco sin remedio, como el Pocho lo quiso y lo sigue
enseñando a pesar de estar guardado en una cajita de madera sobre la que,
primera vez en mi vida, dejé una rosa roja-roja como la sangre obrera, como abrazo
deseado y demorado al Compañero que volvió a fugársele a los mal nacidos, para
siempre y como paradigma del ser revolucionario sin el que la historia es una
mera repetición de libertades cercenadas y unas ansias de poder que hay que
dejárselas a los muertos en vida que sueñan con él.
Lo que sigue es una carta enviada por el Pocho a sus
compañeros de la OPR unos días antes de la fuga que ya tenía “pronta”, tal vez
a través de alguno de aquellos poquísimos milicos viejos con hábitos de trabajo
a los que no le cabía ni la tortura ni el verso de que los “viejos” (la alta
oficialidad) estaban defendiendo a la “patria” o cosa parecida:
“Compañeros:
Desde
el 6 de agosto hasta ahora, me parece que he aprendido más, mucho más de lo que
me enseñaron los 6 años que pasé en Punta Carretas, me parece que he aprendido
mucho más que en los 35 años que llevo de vida. Por un lado está la experiencia
de adentro del Cuartel, el enfrentamiento a los verdugos, la mano solidaria de
los compañeros. Por el otro lo que pasó después, afuera. La noche siguiente a
la fuga me vi. en la televisión.
Me
requerían por ‘sabérsele vinculado a…’ y en ningún lado una sola línea de lo
que realmente había pasado. Después leí nuevas listas de requeridos. Una de
ellas la encabezaba mi compañera. Me enteré que la casa donde vivía con mi
madre, con mi compañera y mis hijos, estaba sellada, custodiada por las Fuerzas
Conjuntas. Me enteré que un militar con varios galones, dijo que esa casa sólo
iba a ser devuelta si yo me entregaba.
Y
todo esto que uno vive tan intensamente, lo están viviendo de un modo u otro,
centenares de miles de orientales. Son muchos los chiquilines separados de sus
padres, porque están presos o porque tienen que irse a otros lados a buscar el
trabajo que aquí no encuentran. Son muchas las madres que no ven a sus hijos,
porque están perseguidas o porque trabajan de sol a sol para ayudar a parar la
olla. Son muchas las mujeres que al final de una vida de trabajo no tienen un techo
donde guarecerse, porque no pueden pagar con jubilaciones miserables, o porque
la mente podrida de los verdugos venga en ellos la rebeldía de los hijos que
con inmenso cariño ellas supieron criar.
Y
ante todo esto, ¿qué otro camino nos queda? Ante todo esto, ¿de qué manera vale
la pena vivir la vida?
Hay un solo
camino, hay una sola manera de vivir, sin vergüenza: peleando. Ayudando a que
la rebeldía se extienda por todos lados, ayudando a que se junten el perseguido
y el hombre sin trabajo, ayudando a que el ‘sedicioso’ y el obrero explotado se
reconozcan como compañeros, aprendan luchando, que tienen por delante un mismo
enemigo. Por todo eso, compañeros, quiero que me hagan un lugar… por todo eso
no voy a tardar en volver. Libertad o Muerte".
“Pocho”.
Gabriel –Saracho-
Carbajales, Montevideo, 29 de diciembre de 2012, 24 horas después de la fuga
póstuma del Pocho Mechoso.-
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