Por Sandino Nuñez
Las formas democráticas
Alain Badiou dice que el siglo XX fue el siglo de la forma institucional del partido político, y que la política futura solamente podrá ocurrir, en tanto política, por fuera de la forma partido. El partido es el dispositivo que “politiza” al movimiento social al inscribirlo en el aparato del Estado en la modalidad de una representación de sus demandas o intereses: operación de la cual cabe deducir que el movimiento no es político y solamente cobra una existencia y una dimensión políticas al estar inscripto en el Estado bajo la forma genérica del partido. El movimiento es social y el Estado es político, y el partido es entonces lo que conduce lo social a lo político. Badiou razona que el movimiento es ya político y que el Estado tiene más que ver con el poder y la burocracia (enemigos, en suma, de la política), y que por tanto la política sería una práctica que se relaciona menos con la representación que “empodera” al movimiento social en el Estado, que con una cierta paciente organización del movimiento insurreccional en cuanto tal (las insurrecciones obreras en la Comuna de Paris, digamos). Slavoj Zizek, por otra parte, sugiere que la lucha anticapitalista contemporánea pasa menos por Marx que por Lenin, en el sentido en que el problema es menos el de saber cómo funciona y cómo nos determina el sistema capitalista (cosa que más o menos sabemos, ya que no es tan misteriosa) que el de saber “qué hacer” para luchar contra él. Y sabido es que Lenin fue el gran teórico de la forma partido en los movimientos insurreccionales o revolucionarios en el siglo XX: partido de vanguardia, partido de masas, momento de alianzas y frentes populares, etc. Se puede observar que las posturas de Badiou y Zizek son contradictorias sólo en apariencia: Zizek, supongo, quiere remitir a una especie de desconcierto generalizado de cierta élite intelectual politizada y anticapitalista que, sabiendo cómo funciona el enemigo, cómo domina, qué ontología lo sostiene y lo mueve, etc., está de todos modos absorto en una especie de estupor catatónico porque no tiene la menor idea de qué hacer. Son tiempos —oh, la novedad— de capitalismo global, mercantil, desregulado, que todavía parece vivir un romance fuerte y glorioso con la forma democrática en tanto reino de los medios de comunicación, la opinión pública y la volatilidad de la masa, el sufragio libre y la libertad de consumo. Todo apoyado, cada vez más tristemente, en el mito desarrollista, y en el fetiche técnico del número, la cifra y el porcentaje, y en el recetario liberal de los 80-90 (empequeñecimiento del Estado, control del gasto público y fiscal, terror al monstruo inflacionario, pago obediente de deudas a los organismos multilaterales como forma de acceso a buenas calificaciones y a nuevos créditos, fomento casi prostituto de la inversión extranjera directa, etc.).
Por otra parte, Jacques Rancière ensaya una defensa filosófica de la idea de democracia, considerando que la pulsión antidemocrática reprimida o la ira o el odio al demócrata (al confundirlo con el consumidor hedonista o lumpen incapaz de trascendencia o de idea colectiva alguna, típico producto del capitalismo tardío) trae inevitablemente de regreso la basura conservadora, reaccionaria y hasta protofascista (restauradores de las antiguas jerarquías, revalorizadores de las figuras “tutelares clásicas del padre o del teniente” —como dice Daniel Bensaïd—, gobiernos de técnicos o iluminados, intervenciones autoritarias o retrógradas verticalistas en nombre del republicanismo o aún de la universalidad, etc.). Mientras tanto, Badiou sostiene que es importante hoy mantener la valentía de definirse como “antidemócrata”, y también apela, razonablemente, a argumentos filosóficos: “democracia” es una palabra demasiado sucia ya, indisociable del capitalismo liberal de mercado, y conviene no solamente dejársela al enemigo, sino re-usarla para definir al enemigo.
Y estas observaciones no son meramente anecdóticas. Expresémoslo en términos rodonianos: ¿debe caer la propia democracia como máscara del carnaval calibanesco pragmático, del triunfo de los Estados Unidos y del mercado salvaje, para dar nuevamente con el “espíritu alado” de Ariel, los buenos valores apolíneos detrás de los cuales seguramente se agazapan los tiranos indignados con la chusma: restauradores del orden, la aristocracia, la buena religión y las jerarquías de la tierra, la familia y la propiedad? Es difícil, aún en estos niveles de abstracción conceptual, saber qué hacer: es decir, saber qué hacer no con la democracia (o con las formas actuales de la democracia liberal), sino saber qué hacer contra su creador y mentor, el capitalismo (sistema estructuralmente creador de injusticia, violencia, miseria, explotación, esclavitud). No con la forma idílica de la globalización sino con su estructura.
Izquierda en el poder
Esta es la principal gran contradicción de las izquierdas en el Estado o en el gobierno (y vamos a jugar, provisoriamente, a que esa palabra, izquierda, todavía es capaz de denotar algo que va más allá de su mera contingencia histórica, del juego electoral, de la mística de sus adhesiones, de banderas y colores y logos y consignas, de la épica de su pasado sacrificial, etc.). Si el Estado y el gobierno, la división de poderes y aparatos, etc., son criaturas históricas modernas estructuralmente vinculadas al capital y a su defensa y desarrollo (desde las minorías cultas y las élites gobernantes o legislativas hasta los artefactos militares y policíacos): ¿cómo sentarse en ese lugar de poder sin legitimarlo como mero ejercicio: cómo desdecir, desmentir o criticar ese poder sin dejar entender que se trata de un gesto del propio poder? ¿Cómo hablar de revolución o de anticapitalismo desde una coalición de partidos de izquierda que fue inventada en la ensoñación de llegar al Estado a través del sufragio democrático universal, y a la que le cabe entonces, desde un principio, la lógica perversa de la competencia electoral, de la opinión pública y del “ánimo” o el “humor” de la masa, de la publicidad, del costo de las campañas, de los compromisos ulteriores con el capital y los inversores, de la burocracia y la cuotificación sectorial de cargos y autoridades?
Vamos a partir entonces de una especie de axioma intermedio y concesivo, de esos que tanto me molestan porque parecen arruinar de antemano toda posibilidad de intervención conceptual radical: en Uruguay tenemos (ya un segundo) gobierno de izquierda, y vamos a creer que eso quiere decir algo, que significa algo (“y no más bien nada”). No es lo mismo un gobierno nacionalista católico de “padres y tenientes” (para insistir con la figura de Bensaïd) o uno de colorados clase B, incapaz de hablar de otra cosa que no sea la respuesta punitiva y penalizante de la seguridad, que un gobierno de izquierda. No es lo mismo, aunque lo sea. Entre paréntesis hay que agregar que un intelectual de izquierda tiene una especie de obligación ética de ser crítico, doblemente crítico, precisamente, con los gobiernos de izquierda, y que esa obligación ética poco tiene que ver con la decepción, o con un sentimiento de haber sido estafado o defraudado, sino con una defensa o una resistencia de la idea de izquierda vinculada a cierto deseo anticapitalista. Pues vamos a pensar que en la izquierda empírica en el poder institucional (poder estructurado por el capital) todavía duerme una idea de izquierda, o un proyecto de izquierda que es contradictorio con ese poder y con el capital mismo. Y vamos a pensar además que esa idea de izquierda es capaz de situarse por encima de la tentación de resumir la contradicción política en la paranoia o en la obsesión tonta e ingenua de las parejas democracia-totalitarismo, o conservadores-progresistas, de tal modo que la única “verdad política” se resuelva entre los defensores de ciertos valores reaccionarios de orden, disciplina y “buena religiosidad” y los defensores de la democracia como mera inscripción formal de la libertad psicótica de expresión, de culto y de mercado. El problema, entonces, parados incómodos en este axioma, no podría ser otro: ¿qué hacer?
La propiedad pasiva.
En primer lugar, una idea de izquierda, que suponemos incluye una preocupación por la redistribución justa o equitativa de la riqueza, no puede situarse nunca al margen de una discusión del asunto de la propiedad, de la propiedad privada o exclusiva. Antes que nada, la forma brutal de la propiedad de la tierra y de la propiedad inmobiliaria (aunque también el asunto marxista clásico más complejo: la propiedad de los medios de producción). Independientemente de que en la propiedad, y en la propiedad exclusiva o privada haya una compleja y profunda discusión filosófica, se puede decir que una redistribución de la riqueza no puede ocurrir de ninguna manera exclusivamente ex post facto a través del recurso impositivo o fiscal, que arrincona y condena al Estado a funcionar como un actor económico más, y no como una entidad autónoma capaz de intervenir, regular y tomar decisiones políticas sobre la economía y el mercado.
Tarde o temprano, en estas formas primitivas y casi feudales de propiedad, formas pasivas o territoriales como la de los recursos naturales, la propia tierra o los inmuebles (o incluso el propio dinero), que involucran más a la especulación rentista que a la ganancia por explotación de la fuerza de trabajo, aparece una especie de debilidad endémica del capitalismo contemporáneo (para decirlo como Hardt y Negri: una contradicción interna entre productividad y propiedad privada), que debe ser aprovechada por la izquierda. El regreso de esta forma quieta, primitiva y brutal de la propiedad, con su voracidad acumulativa, su ley del mínimo esfuerzo, su folclore dinástico de herencia y prosapia, parece ir contra cierta sensibilidad creada por las propias dinámicas ansiosas de intercambio, sobrevivencia, producción, circulación, distribución y consumo del capitalismo urbano contemporáneo de mercado desregulado. ¿Por qué no empujar al capitalismo sobre sí mismo, por lo menos allí donde muestra puntos de vulnerabilidad y contradicción con el poder del Estado?
Un ejemplo. ¿Cómo y por qué no intervenir directamente, digamos, en el mercado de alquileres de vivienda, teniendo en cuenta la absurda y vergonzosa desproporción entre el salario mínimo inferior a los 8000 pesos, y la imposibilidad de alquilar una vivienda razonablemente habitable por menos de 12000 (sin incluir garantías, depósitos y todo el dispositivo destinado a asegurar al propietario)? La intervención a través de medidas indirectas como planes facilitadores o préstamos estatales para compra, en el supuesto de que van a terminar por incidir a mediano o largo plazo a la baja en el precio de los alquileres no es solamente ineficaz (hace seis o siete años que oímos lo mismo y los alquileres nunca han dejado de estar al alza): es inmoral: el Estado interviene como actor económico, confinando en la penumbra de lo económico-privado lo que debería ser un asunto político-público. ¿Por qué el miedo a intervenir políticamente, fijando y topeando precios, en la invocación del miedo al estímulo de un supuesto “mercado negro” —que ya es, por otra parte, el chasis irreductible de la dinámica capitalista urbana—, sobre todo teniendo en cuenta que los más jóvenes solamente pueden ingresar al mundo laboral casi exclusivamente en el “mercado negro”, sin protección estatal o sindical alguna, cobrando salarios por debajo de los laudos o de los mínimos, y por tanto son incapaces de entrar en el “mercado blanco” de alquileres? Quizás ni valga la pena tener en cuenta, por otra parte, que en el famoso fantasma inflacionario el rubro “vivienda y alquileres” aparece siempre como una guía o pauta del incremento. ¿Y no ocurre casi lo mismo con los precios de bienes de consumo necesarios en la canasta familiar (carne, verduras y frutas, etc.)? ¿No ha mostrado el ejecutivo la misma actitud pusilánime en el momento de intervenir en la libre regulación mercantil de los precios, fijando y regulando, por miedo otra vez al famoso “mercado negro”, dejando a los consumidores locales a la buena del “mercado pirata” de productores-exportadores o de comerciantes-importadores? En ciertos casos ridículos se ha llegado a apelar a la buena voluntad y al espíritu de colaboración de los mercaderes (cuando se trata de controlar la pauta inflacionaria), o en otros incluso se ha llegado a amenazar a los exportadores con importar carne roja o de pollo del Brasil (o alguna otra paparrucha inútil por el estilo) para corregir a la baja los precios del consumo interno, ni bien a los productores-exportadores se les va la mano con su voracidad.
Es otra forma de intervención indirecta, apolítica, sobre la economía. (Sin embargo, y no insisto más porque el espíritu de estos apuntes es otro, el ejecutivo no vacila en replantear a la baja los acuerdos salariales ya aprobados por los consejos porque están por encima de la pauta inflacionaria: el Estado no toca los precios pero no vacila en “topear” los salarios.
¿Podemos llamar “de derecha” a un Estado que interviene de esta manera? Sin dudas, si todavía creemos en una idea de izquierda.) Algo similar ocurre con la propiedad de la tierra: cada vez más concentrada en menos manos latifundistas, a pesar del INC o de la compra estatal con fines redistributivos.
Eduardo Platero observa: “En los últimos diez años han desaparecido (devorados por el latifundio) tres minifundistas por día. (...) Las leyes del mercado favorecen la concentración creciente de la tierra y el capital (...) Nunca hubo una matanza de pequeñas explotaciones del tamaño de las operadas en estos últimos diez años” (Tiempo de Crítica, Nº 44). Y se puede observar que la famosa “extranjerización de la tierra”, vinculado a la “soberanía” es un tema subalterno abstracto, lateral y sin importancia: a mí, por lo menos, me importa poco si el latifundista es austríaco, suizo o criollo, familiar o corporativo, si los beneficios y la riqueza común se alienan y se concentran en poquísimas manos privadas, son casi medievalmente rentistas y sin valor agregado y condenan casi a la esclavitud a los asalariados rurales. Una idea de izquierda no puede permitir que las reglas del mercado y el balance espontáneo privado oferta-demanda den cuenta de la tenencia de la tierra y de una riqueza que debería definirse a priori como pública o social. De ahí, por otra parte, que el resistido proyecto de cargas impositivas a la concentración de tierras haya resultado doblemente perverso: por un lado, la ingenuidad y la lentitud de otra intervención indirecta externa del Estado sobre la concentración de capital y riqueza (que, dicho sea entre paréntesis práctico: es mejor que exista a que no exista), y por otro, el hecho de que el proyecto se haya aprobado sólo a condición de que ese dinero se vuelque a las administraciones municipales para reinvertir en infraestructura y caminería que la propia actividad productiva privada estropea y arruina, al grito cimarrón y guapo de “que pague el que rompe”. El Estado termina por realizar así una quita al capital que es devuelta completamente a la propia dinámica del capital. Eso no es una intervención política del Estado sobre el capitalismo y la concentración: así planteado, eso es un chiste. Supongo que el espíritu original del proyecto era distinto.
Por más que lo podamos tratar en otro rubro, ya que indica un punto de intersección conflictiva entre la propiedad primitiva y las dinámicas urbanas típicas del posmocapitalismo, los medios de comunicación pueden ser vistos como otra forma, y una de las formas más escandalosas, de eso que podemos llamar “propiedad pasiva” (primitiva), sobre todo porque asume el comportamiento privado de propiedad algo que por definición es la concesión de explotación privada de un bien público o social. Algo que puede ser quitado o expropiado por el Estado en el momento que sea. Sin embargo, la impunidad oligopólica, las presiones ejercidas por tres o cuatro grandes empresas privadas en la adjudicación estatal de señales para abonados y ahora de señales digitales, etc., habla otra vez de la debilidad pusilánime del Estado de izquierda para enfrentar a la propiedad privada o exclusiva, aún en sus puntos jurídicamente débiles. Y acá la fuerza ideológica de Andebu recurre estúpidamente a argumentos liberales que mentan la democracia comunicativa, la libertad de prensa, el terror a la censura y al intervencionismo totalitario del Estado, etc. O peor, más ridículamente, se resisten a la iniciativa —bastante boba e inocua, por otra parte— de una cuota horaria de servicio social en sus trasmisiones, argumentando que ellos (usufructuarios de señales abiertas de radio o televisión) brindan un servicio gratuito (nadie paga para ver televisión abierta), y que, por tanto, ya es social. Es un argumento para reírse, o para abofetear a quien lo sostiene y a quien le cree, por cretino uno y por idiota el otro (si se cobrara un impuesto al cretinismo y a la idiotez que se volcara a la educación en serio, ya habríamos recorrido la mitad del camino revolucionario). ¿Puede hablar de democracia un oligopolio de grandes empresas que concentran el negocio de la información-comunicación-entretenimiento, que hacen y dicen lo que se les canta, que hacen la basura que hacen con un mínimo de costo y un máximo de beneficio, y que facturan millones en pautas publicitarias y tiempo contratado —todo en el usufructo de un bien común? ¿Y el Estado no puede tocar esa estructura, aún sabiendo que es el gran punto estratégico, el centro nervioso de la política (o de la no-política) contemporánea?
En suma. En este asunto que he llamado “propiedad pasiva” se habrá notado que no estoy hablando (no todavía) de comunismo, de socialismo, y menos de revolución. Estoy mencionando simplemente lo que cabría esperar de un gobierno de izquierda dentro del juego democrático institucional. Bastaría, para empezar, en este caso, que el gobierno y el Estado aprovecharan a favor de cierta línea redistributiva, la contradicción interna entre la propiedad privada quieta y pasiva, y el axioma “democrático” de la dinámica histérica del desarrollo hiperproductivo y de hiperconsumo del capitalismo urbano desregulado. Bastaría que aprovecharan la ira o el enojo de la masa (típicamente post-social) con la acumulación brutal, rentista, especulativa o extractiva, propias de la propiedad pasiva, que es vivida como mera usurpación por distintos estratos de esa masa (desde los ocupas sin techo o sin tierra o los comerciantes ambulantes que toman medidas de “contrahabitación” u ocupación de lugares o territorios vacíos —Paul Virilio—, hasta cierta coquetería new age que poéticamente se queja del absurdo de que los árboles, los bosques, los minerales, el mar, los ríos, el aire y la vida sean la propiedad exclusiva de alguien). Evidentemente, esta estrategia está asediada por peligros múltiples —sobre todo si tenemos en cuenta cuáles han sido los puntos y los tics más débiles de los gobiernos de izquierda—. Uno de ellos es que la lucha contra la propiedad pasiva nos condene a ligarnos orgánicamente a la defensa democrática de la hiperproductividad y del juego abierto y darwiniano del mercado libre, o por lo menos del mito desarrollista. Ésa no es la verdadera contradicción: es, insisto, una “contradicción interna” al capitalismo, que es posible utilizar estratégicamente, pero que en cualquier caso, si no es superada oportunamente, nos devuelve al propio capitalismo.
Dinámicas urbanas de lo post-social
Un apunte lateral con respecto a la propiedad de los medios de producción (que no es, obviamente, una forma de propiedad pasiva, sino que, hasta cierto punto, se le opone): el capitalismo industrial analizado y criticado por Marx pone el énfasis en este tipo de propiedad, y en su gran creatura conceptual: el antagonismo capital-trabajo. Parece más sencillo, en este punto, seguir la línea clásica de una organización del proletariado urbano que se entiende y se sabe en lucha contra el capital que lo explota, y entiende y sabe que esa lucha encarna cierto tipo de universal (la superación de un sistema o de un modo histórico de producción). Porque por más que parezca haber pasado a segundo plano, o haber sido cubierta por formas más vistosas como el mercado o la renta, la contradicción clásica trabajo asalariado-capital todavía existe y la explotación de la fuerza de trabajo es y seguirá siendo una de las columnas más sólidas en las que se sostiene el sistema.
Acá hay ciertas iniciativas como el FONDES (fondos de desarrollo para empresas autogestionadas, resistido por sectores de la izquierda vinculados al astorismo) que quieren tramitar la voluntad de una redistribución posible, a pequeña escala experimental, de riqueza, trabajo y recursos, en comunidades cooperativas de trabajadores que compitan, con cierta asistencia estatal (ventas al Estado que aseguren un ingreso de sustentabilidad, por ejemplo), en el mercado capitalista desregulado. No sólo estamos lejos de los problemas de fondo: el peligro de este tipo de iniciativas casi con seguridad es el de sumarse al asistencialismo de las líneas de cooperación de los 90, las ONGs, incluidas las iglesias populares y su sueño de gobierno sobre las exoclases, que tiende a barrer con la contradicción trabajo-capital, desproletarizando la fuerza de trabajo, convirtiéndonos en emprendedores y persuadiéndonos de que con cierta ayuda, iniciativa, astucia, disciplina y ethos capitalista todos podemos competir libremente en un mercado lleno de oportunidades. Pues ¿qué asegura que una cooperativa de trabajadores que gestiona una empresa no se transforme en los hechos en una especie de sociedad anónima, o en una empresa capitalista como cualquier otra, definida por la competitividad, la lucha por nichos de mercado, los recursos publicitarios, la organización técnico-gerencial de la comunidad, etc.? (del mismo modo: ¿cómo evitar que una cooperativa de viviendas por ayuda mutua, digamos, no se termine por convertir en una mera asociación de propietarios organizados para la defensa de su propiedad?) Así, el asunto, más bien, se desplaza: ¿cómo orientar esos esfuerzos de manera tal que lo universal de la lucha contra el capital no se pierda o no se desvanezca en el entusiasmo productivo-competitivo? Porque “solidaridad” o “cooperación” son meras abstracciones (como la estúpida “educación en valores” que propone el ala reaccionaria del sistema liberal, al advertir el deterioro y la catástrofe de lo social que el propio liberalismo económico ha provocado en los últimos tiempos) si estos problemas de organización no se entienden dentro de la lucha emancipatoria de un sujeto contra la explotación, la injusticia, la especulación, etc. Ése es el lío en este caso. Porque evidentemente la organización de las comunidades autogestionadas pasará por el famoso tema de la capacitación laboral, técnica o gerencial-administrativa, o de diseño, marketing y publicidad, hasta ser completamente asimilada por la forma comunitaria empresarial pragmática protestante. (Yo me temo que esto forma parte del proyecto del actual gobierno de izquierda que se piensa destinado a la gran escala (universidad técnica, educación para el mercado de trabajo, etc.).)
Acá el problema es que el capitalismo contemporáneo empuja a una especie de desorganización absoluta de lo social, guiada menos por la propiedad privada o exclusiva de los medios de producción que por las líneas abiertas de la vida del mercado liberal no regulado: es eso que en otra parte hemos llamado “privatización de lo público”, “desocialización” o “despolitización” de lo social o estado “post-social”, caracterizado por la aparición de las “exoclases” o de los “exosujetos”, con su psicología lumpen-pragmática, la competitividad, la violencia o el celo territorial, el acting histérico individualista o grupal, las relaciones prácticas horizontales, etc. La famosa etologización del espacio social. Y esto, contradictoriamente, no excluye ciertas medidas de protesta o de lucha contra la propiedad pasiva que mencionábamos recién: la ocupación de hecho del territorio, la contrahabitación, los piquetes, la indignación o la ira generalizada como enormes montos de energía desatada de golpe en forma de calor, de actings violentos incapaces de ver o de pensar al capitalismo y dispuestos a incendiar todo lo social. Y en este punto es donde el capitalismo contemporáneo, seguramente a golpes de azar y contingencia, adquiere una especie de “fuerza de sabiduría” que condena a la ira anticapitalista a caer en una doble trampa, a girar indefinidamente en el vacío: si me indigno con la usurpación medieval de la propiedad pasiva tiendo a caer en argumentos o en acciones que en la práctica terminan por ser funcionales con el mercado liberal, entonando la oda a la hiperproductividad y a la hipercirculación; o por el contrario, si me indigno con la desocialización consumista competitiva creada por el mercado liberal no regulado tiendo a caer en argumentos o en acciones que pueden terminar haciendo máquina con los valores abstractos del orden, la censura, la seguridad y la intervención del Estado como aparato superyoico, de las aristocracias de sabios o las tecnocracias de expertos, y que rápidamente serán parte del juego de lo que Rancière llama “el odio a la democracia”. Entonces, el asunto es, otra vez, guste o no, menos marxista que leninista: ¿qué hacer?
Quiero poner un solo ejemplo en el que me parece que el hacer del Estado es un buen hacer: los consejos de salarios. Los CS son, evidentemente, la gran herramienta promovida por el gobierno de izquierda para hacer público lo privado. Y éste parece ser el gran asunto en este momento: hacer público lo privado. Como en cualquier otro aspecto de la vida social, cabe esperar que un gobierno y un Estado “de izquierda” tomen como suyos la tarea de hacer público lo privado. Y ni siquiera lo digo en el sentido de propiedad privada vs. administración estatal, sino que estoy varios pasos más atrás: cuando Marx teoriza e insiste con el tema del salario y del plusvalor está llevando al espacio público, iluminando con una luz política, algo que tiende a quedar sepultado en el ámbito de lo privado (el acuerdo siempre injusto entre el dueño del medio de producción y el que vende su fuerza de trabajo; lo mismo vale para un contrato de alquiler, el acuerdo siempre injusto entre arrendador-propietario y arrendatario, o para el precio de un bien de consumo, o para el uso exclusivo de canales de trasmisión). En ese sentido hablo de llevar lo privado a lo público: llevar lo económico a lo político. Quebrar la hegemonía de la lógica económica sobre el pensamiento político y la organización social, e insistir en el antagonismo entre economía y política, entre lo privado y lo público.
Apuntes finales por hoy
Y acá, seguramente, llegado el momento, debemos ir más lejos que el marxismo clásico y sobrepasar no solamente el concepto de desarrollo de las fuerzas productivas sino, sobre todo, la idea misma de productividad. El socialismo histórico ha quedado entrampado en el dogma capitalista de la producción y el desarrollo (la observación es vieja —yo, personalmente, la tomo de Walter Benjamin), dos de los pilares de la religión capitalista. Las variantes argumentales de que el socialismo solamente es posible luego de alcanzados ciertos rangos de desarrollo y de madurez de las fuerzas productivas (o en una versión cimarrona, que el socialismo es para los países ricos o desarrollados) es un estribillo recurrente en la izquierda (por lo menos, en la izquierda uruguaya) contemporánea. Voy a liberarme de toda obligación previa de definir el modelo de sociedad futura que la izquierda quiere, y a partir de la obligación filosófica (marxista, por otra parte) de que tal sociedad futura solamente nace de una praxis crítica con respecto al actual estado de cosas que nos ha tocado vivir (y ese “nace”, se entiende, no remite a ningún momento histórico específico, sino que es más bien el camino a una Idea). En un mundo globalmente privatizado (en el sentido más amplio y despiadado que es posible darle a esa palabra), en la que la dinámica y la circulación del capital adquiere, por un lado, la forma de una lucha caótica por el territorio (incluso, y quizás sobre todo, del territorio virtual de la comunicación y la información) como condiciones de producción (sobrevivencia, creatividad, competitividad, venta, compra, intercambio, prestación de servicios, etc.), y toda práctica ha sido “industrializada” en el sentido de “empresarializada” y dispuesta para el consumo (la propia fuerza de trabajo, la cultura, la sexualidad, el cuerpo, las actitudes, la creatividad, el arte, la diversión, la inteligencia, los afectos y los sentimientos, las ideas, el habla, las identidades, etc.), y por otro, la forma quieta y medieval de la propiedad pasiva o rentista con un vínculo escasísimo o sin vínculo alguno con el famoso orden productivo (inmuebles, alquileres, tierras, forestación, etc.), no tiene el menor sentido seguir insistiendo en la oposición entre capital productivo y capital especulativo, entre buenas inversiones que dan trabajo y divisas e inversiones haraganas que especulan, extraen y saquean.1 El capital es uno solo, y ese Uno ha logrado, en sus extremos, partir el mundo en hiperproducción-hiperconsumo frenéticos, y quietud definitiva. Muerte por sobredosis o muerte por abstinencia. Tampoco tiene el menor sentido esperar el momento oportuno del desarrollo de la economía en un país pequeño del tercer mundo para dar el famoso “salto en calidad” (he escuchado ese argumente más de una vez en boca de más de un jerarca): eso es un argumento liberal “de derecha” contra el cual la izquierda clásica ya debería haber desarrollado anticuerpos. Nunca se dará, en un sentido empírico, ese salto, ya que “dar el salto” es tomar la decisión política de darlo y luego pensar hacia-atrás, pensar en el mundo de antes o de después del salto, sin que el “salto” en cuestión haya tenido una existencia empírica concreta. Si ese “salto”, como decisión conceptual-subjetiva, no ocurre, seguiremos observando obsesivamente los indicadores económicos de desarrollo, enamorados o aterrorizados con la exuberancia del número y la cifra (indicadores, PBI, renta per capita, índices de pobreza, etc.), absolutamente rehenes de una lógica económica omnímoda y asfixiante, difiriendo indefinidamente la decisión de cortar esa lógica con praxis crítico-política.
Y yo insisto: ése es el corte y la contradicción que un gobierno de izquierda ya debería forzar. Lo público y lo privado, lo político y lo económico, lo social y el capital. Porque (¿será necesario decirlo?) no hay capitalismo malo y capitalismo bueno (o “en serio”): el capital tiene como origen y destino al capital mismo (más capital), y ese destino se conquista explotando la fuerza de trabajo, o estimulando el la hiperproductividad, el libre mercado y el hiperconsumo, o a través de la renta o de la especulación pasiva. Se puede intervenir sobre la publicidad, las industrias blancas como el turismo y el comercio, los famosos créditos pedorros para el consumo con intereses de usura destinados al endeudamiento interno y a las bicicletas en el fetichismo de la mercancía. No es posible seguir ya oyendo la frase obscena de que tal o cual “empresa” estatal (transporte, ferrocarriles, líneas aéreas) ya no es rentable y lo mejor entonces es una cesión o una concesión a capitales privados y a inversiones extranjeras, o a administraciones mixtas regidas por el derecho privado, etc., porque la consigna es achicar los costos del Estado o abatir el déficit fiscal. El ejemplo de la acelerada “tercermundización” de Europa debería resultar aleccionante.
NOTA:
1. Significativamente, el Presidente Mujica, en su audición radial (forma extraña de intervenir como predicador oral en un modo siempre oblicuo y ambiguo con respecto a su investidura institucional) vuelve a insistir con la concentración y la extranjerización de la tierra, y maneja los ejemplos de Monte Fresnos y Taurión, una de las cuales reúne padrones que alcanzan entre las 30 y 50 mil hectáreas, ambas firmas presumiblemente propiedad de un ciudadano norteamericano, y con respecto a las cuales Mujica sospecha de un mera operación especulativa con los precios. Pocas horas después, una mujer (seguramente ocupa algún cargo gerencial importante en alguna de las empresas mencionadas, o en ambas), sale a corregir: dice que no se trata de tierras improductivas sino forestadas (el modelo Lacalle de productividad) y que la empresa da trabajo directo a 50 personas y trabajo indirecto a otras 250. 50 mil hectáreas emplean a 50 peones (vaya uno a saber en qué condiciones) e indirectamente da trabajo a otros 250 (que casi con seguridad incluye a los que remiendan la ropa, los que hacen tortas fritas, en fin). Es para reírse. Lo significativo es que Mujica no haya salido a responder esa idiotez, dejando la impresión de que se equivocó una vez más, de que no estuvo debidamente asesorado, etc., cuando en realidad el problema está en que la línea entre capital productivo y capital especulativo está borroneada por el propio capital. Supongo que en el fondo Mujica tiene que conceder que treinta mil hectáreas forestadas son una actividad productiva —y ésa es una de las trampas del argumento facilista que opone productividad a especulación.
http://sandinonunez.blogspot.nl/2013/03/apuntes-sobre-gobiernos-de-izquierda-e.html
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sábado, 2 de marzo de 2013
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