por Jorge Zabalza
El miedo infinito, el pavor que aterroriza al torturado
es el más humano de los sentimientos; aún hecho un piltrafa y arrastrándose por
el suelo a besar las botas, el torturado es un ser humano. Puede ser hundido en
el infierno y regresar del infierno.
El que pierde su condición humana para siempre es el
torturador; el sadismo y la morbosidad, el deleite al provocar sufrimiento niegan
todos los valores éticos y humanos propios de los seres humanos. Se bestializa…
y se hunde para siempre en el infierno.
Mientras la víctima se aferra a la vida desesperadamente,
el torturador se adueña de su voluntad y quiebra sus convicciones más íntimas:
la dignidad, el orgullo y la solidaridad. El torturador puede entonces triunfar
sobre su víctima y llevarlo a que abandone sus principios y la lucha contra el
sistema, ello puede ocurrir en la sala misma o treinta años más tarde. .
En el momento en que la víctima se da por muerto –siente que
ya murió- y deja de pelear por la vida, el torturador pierde su dominio sobre
la voluntad y las convicciones del torturado. El torturado se hace dueño de sí
mismo, es la derrota del torturador. A veces el torturado sobrevive, hecho
pelota pero sobrevive, fue el caso de Arturo Dubra y muchxs más, muchísimxs anónimxs
compañerxs más. A veces, aun manteniendo el dominio de sí mismo, el torturado
no sobrevive y, sin rendirse, es asesinado en la sala, como Pedro Lerena, Edison
Marín, Walter Arteche, Gerardo Alter, Juan Fachineli, Nelson Berreta que se
hizo matar y Aldo “Chiquito” Perrini, un hombre común pero comprometido con su
condición humana, malamente lastimado por los torturadores, al parecer aún en
esas condiciones salió en defensa de las compañeras y fue asesinado a golpes por
el hoy general Barneix, cuya impunidad encubre la Suprema Corte de In-justicia
del Uruguay.
No todo es mecánico en la sala de tortura, las reservas
morales de las mujeres y los hombres pueden ser inagotables, la víctima puede
resurgir de sus propias cenizas y derrotar mano a mano al victimario. Así es
desde Espartaco a esta parte…
Jorge Zabalza.
Nota
del Blog Noticias Uruguayas: Con esta Nota Jorge Zabalza hace una
introducción crítica al artículo de Rafael Narbona "Un Mundo sin
tortura" procurando mostrar la tortura desde el ángulo del torturado en
consideración a algunas afirmaciones de Narbona que generalizan ciertas
conclusiones. Lo que no es óbice para difundir sus profundas reflexiones
sobre el tema.
Un mundo sin tortura
por Rafael Narbona
29-01-2014
El objetivo de la tortura no es obtener
información, sino humillar, intimidar, desmoralizar. La tortura
deshumaniza a sus víctimas, convirtiéndolas en objetos que pueden ser
mutilados, troceados o electrocutados.
Al despersonalizar a la víctima,
desaparecen los reparos morales. Cuando una mujer o un hombre se
retuercen de dolor sobre un potro de tortura, su identidad se
desintegra, convirtiéndose en simple carne martirizada, que gimotea
implorando clemencia. A veces, las víctimas son niños, ancianos o
mujeres embarazadas. En la Escuela de Mecánica de la Armada, los
militares argentinos propinaban descargas eléctricas a los fetos, atando
una cuchara a la picana con un alambre e introduciendo el diabólico
mecanismo por la vagina. La perversión de la tortura no conoce límites,
pues su propósito es manifestar el poder del Estado y reducir a la
impotencia a sus adversarios, enviando un mensaje sobrecogedor al resto
de los ciudadanos: nadie es inocente, nadie está a salvo, cualquier
forma de vida puede ser destruida. Hannah Arendt sostenía que Adolf
Eichmann no era antisemita. De hecho, estimaba que la Shoah no
debía interpretarse como una manifestación de odio a los judíos, sino
como la máxima expresión de un Estado que presupone la culpabilidad de
todos y no excluye a nadie de la rueda del verdugo. El mal es banal,
pues es un impulso primario, atávico, que se enreda con la burocracia
para despojar a los seres humanos de su dignidad.
Hace unos días, leía el testimonio de
una mujer que había sobrevivido a la tortura en una dictadura del Cono
Sur. Cuando el ejército asaltó su casa, sólo tenía diecinueve años.
Durante tres días, la picana se ensañó con su cuerpo adolescente. Las
descargas eléctricas sólo se interrumpían para ser violada una y otra
vez por soldados y policías que se mofaban de su indefensión. El
testimonio elude los aspectos más vejatorios de una experiencia
literalmente inhumana, pues la deshumanización de la víctima también
afecta al verdugo. La mirada del otro –afirma Emmanuel Levinas- impone
un mandato inequívoco: no me matarás, no utilizarás la violencia contra
mí porque tu Yo no existiría sin el Tú que te nombra y te reconoce como
un Igual. El escritor Jean Améry, superviviente de Auschwitz, sufrió un
horrible suplicio en la fortaleza de Breendonk, donde los nazis le
suspendieron en el aire con unas poleas y le dejaron caer al vacío,
rompiéndole ambos brazos. Al escuchar cómo crujían sus huesos, Améry
sintió que algo irreparable se hacía añicos en su interior. “Quien ha
sufrido la tortura, ya no puede sentir el mundo como su hogar”,
escribiría años más tarde. Incapaz de coexistir con sus recuerdos, se
suicidó en Salzburgo en 1978. Afortunadamente, no es el caso de la mujer
torturada por un régimen militar del Cono Sur, cuyo testimonio he leído
con una mezcla de rabia, solidaridad y espanto. Al igual que otras
víctimas, ha necesitado mucho tiempo para superar lo vivido, pero aún
persiste el pesar de haber facilitado nombres durante las sesiones de
picana. Se reprocha a sí misma el no haber soportado hasta el final, sin
abrir la boca. Entiendo su aflicción, pero opino que en su caso –y
otros similares- no se puede hablar de culpa o responsabilidad. He
escuchado o leído algunos testimonios más explícitos, detallando cómo la
picana se aplicaba en los ojos, el pecho, las sienes o los genitales.
Las víctimas perdían el control de los esfínteres, aullaban como
animales o invocaban la protección de sus madres, gimiendo como niños.
Durante la ocupación nazi de Polonia, Jan Karski, miembro del Estado
clandestino en el exilio, regresó a Varsovia. Detenido por la Gestapo,
le golpearon con porras hasta desfigurarle la cara. Después de la
primera sesión de torturas, intentó suicidarse con una cuchilla de
afeitar. Sabía que la próxima vez hablaría y delataría a sus compañeros.
No murió desangrado porque la Gestapo le necesitaba con vida para
continuar los interrogatorios. Internado en un hospital, Karski logró
fugarse con la ayuda de la Resistencia, que sobornó a unos celadores.
La mujer de la que hablo era casi una
niña. Karski, en cambio, tenía 26 años, había servido en el ejército y
se movía en la clandestinidad. Fue una de las primeras voces que
denunció los campos de exterminio nazis, pero Churchill no quiso
recibirle y el Presidente Roosevelt le escuchó sin mucho interés, no
adoptando ninguna medida para frenar el exterminio de judíos, eslavos,
gitanos, comunistas y otros prisioneros. El porcentaje de personas que
aguantan la tortura sin hablar es ínfimo, estadísticamente irrelevante.
El Estado recurre a ella porque conoce su eficacia como instrumento de
dominación y represión. Nadie que haya hablado en esas circunstancias,
puede considerarse culpable, pues desde el punto de vista moral sólo son
responsables los torturadores. Y no me refiero sólo a los esbirros que
apalean, violan y matan, sino también a sus superiores y,
particularmente, a los que organizan la represión desde un despacho,
amparados en su poder político. Desgraciadamente, la tortura no ha
desaparecido. Estados Unidos mantiene abiertas dos escuelas de tortura: Fort Benning en Columbus (Georgia) y la Political Warfare Cadres Academy
en Taiwan, donde se instruye sobre técnicas de contrainsurgencia y
métodos de interrogatorio. Se sigue torturando en Guantánamo, la base
aérea de Bagram y en numerosas cárceles secretas de la CIA y la Marina
de Guerra. Rusia, Israel o China no muestran más respeto por los
derechos humanos. Y en la UE siguen apareciendo casos, especialmente en
el Estado español, cuya legislación antiterrorista permite una
incomunicación de 13 días, sin posibilidad de contar con un abogado o un
médico de confianza. En Euskal Herria, se estima que cerca de 10.000
personas han sido torturadas en los últimos cincuenta años. En los 80,
la Inglaterra de Margaret Thatcher también promovía la tortura y los
asesinatos extrajudiciales contra los republicanos del Ulster. El
cineasta Kean Loach reflejó la política de “tirar a matar” en Agenda Oculta (1990). No hay que olvidar la memorable Hunger (2008), del director Steve McQueen, que relata la huelga de hambre de Bobby Sands y su trágico final.
¿Es posible superar la tortura? No lo
sé. No he pasado por esa terrible experiencia. André Malraux afirmaba
que la muerte no es nada frente a la tortura. Para el torturado, “fuera
del sufrimiento físico no hay nada real”, escribe en La condición humana.
No concibo nada peor que convivir con esos recuerdos y con la congoja
de haber facilitado información por la humanísima y perfectamente
comprensible incapacidad de soportar el dolor. Los Estados seguirán
torturando mientras no exista una democracia real, donde el pueblo pueda
ejercer su soberanía y sus derechos. Estamos muy lejos de ese
escenario, pero creo que reducir el tamaño del Estado sería el primer
paso para frenar sus abusos. Los Estados-nación o los imperios como
Estados Unidos son gigantes que pisotean a sus ciudadanos. La
autodeterminación de los pueblos no balcanizaría Europa, sino que la
humanizaría y tal vez permitiría acabar con los abusos de las
instituciones. Sueño con un mundo sin torturas. Es un sueño utópico,
difícilmente realizable, pero es un horizonte ético al que no podemos
renunciar.
http://rafaelnarbona.es/?page_id=6466
.
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