Nada
desprestigia tanto a un órgano del Estado como el no cumplimiento de
sus obligaciones y cometidos básicos. Con respecto a las aberrantes
violaciones a los derechos humanos ejecutadas durante la noche
dictatorial, hasta el día de hoy, la justicia uruguaya no ha logrado
estar a la altura de sus responsabilidades ante la opinión pública
nacional y ante los ojos del mundo.
Durante
más de dos décadas, debido a la Ley de Caducidad de la pretensión
punitiva del Estado, que supeditó todas las actuaciones judiciales a las
decisiones del Poder Ejecutivo, la justicia no pudo cumplir con las
disposiciones establecidas en la Constitución. En el año 2009, ante un
recurso presentado por la exfiscal Dra. Mirtha Guianze, la SCJ declaró
la inconstitucionalidad de dicha norma. En un fallo memorable y
lapidario, silenciado en forma sistemática por la prensa seria, la SCJ
señaló que la Ley de Caducidad era inconstitucional porque interfería,
ilegítimamente, con sus potestades jurisdiccionales para ejercer
justicia en forma independiente. Además, como ley de amnistía fue
aprobada sin contar en la Asamblea General con los votos necesarios para
ello.
El
castigo de los delitos y de sus responsables es el pilar básico de una
convivencia pacífica y civilizada. Se sanciona a quienes los cometen
para que reciban el castigo que merecen por sus acciones y para
desalentar dichas conductas en la sociedad. También para evitar la
justicia por mano propia por parte de las víctimas, para educar y para
generar las condiciones que impidan que los hechos vuelvan a ocurrir. En
la actualidad, el castigo de los delitos figura en la agenda electoral
de la ciudadanía. En los próximos meses habrá un plebiscito para bajar
la edad de imputabilidad. En aras de la seguridad ciudadana,
paradojalmente, es impulsado por sectores políticos de la derecha que
han sido, históricamente y hasta el día de hoy, defensores ardientes,
de la Impunidad con letras mayúsculas.
A
diferencia de los delitos que cometen los particulares, las violaciones
a los derechos humanos, son siempre delitos graves. Algunos de ellos,
desapariciones forzadas, crímenes políticos, privación agravada de la
libertad, torturas, son imprescriptibles e, incluso, inamnistiables. Las
violaciones a los derechos humanos son cometidas solamente por los
agentes y funcionarios del Estado. Las cometen representantes del Estado
que, entre sus obligaciones, tienen la responsabilidad de respetar, de
asegurar y de garantizar el ejercicio de las libertades y derechos
fundamentales a todos los ciudadanos, sin distinción de raza, sexo,
edad, orientación sexual o creencia religiosa. Muy especialmente
comprende a los militares y policías que son en todas las sociedades
ciudadanos “privilegiados”. Ellos son los únicos que poseen, entre otras
prerrogativas, el porte de armas en forma monopólica y exclusiva.
Durante
el proceso iniciado el 13 de junio de 1968 que desembocó en la larga
dictadura cívico militar, cuando Jorge Pacheco Areco incendió la
pradera, Uruguay tuvo, según cifras oficiales y provisorias, 178
ciudadanos detenidos desaparecidos, centenares de ciudadanos ejecutados
en presuntos enfrentamientos, decenas de asesinados, cruelmente,
mientras eran sometidos a torturas. Uruguay fue una gran cárcel. Miles
de uruguayos fueron sometidos en forma masiva, sistemática y
generalizada a torturas físicas, sicológicas y morales que incluyeron,
incluso, los abusos y las violaciones sexuales en dependencias de las
fuerzas armadas y de la policía.
Hasta
el momento, a pesar de la gravedad de lo ocurrido, tanto en términos
cualitativos como cuantitativos, de que la mitad de la población se ha
expresado explícitamente a favor de que actúe la justicia, ninguna causa
ni investigación de los hechos ha sido impulsada o promovida por
operadores judiciales. Todas las causas que se han tramitado han sido
iniciadas por las víctimas directas o sus familiares. La inoperancia del
poder judicial es digna de alarma pública a nivel nacional e
internacional. Quienes en base a su propio esfuerzo, dolor y sacrificio
han promovido las causas judiciales no han contado con el apoyo del
Estado en ningún momento. Han sido públicamente calumniados,
intencionalmente, para presionar a la justicia, por operadores políticos
de primer nivel como el expresidente Julio María Sanguinetti.
A
29 años del retorno a la institucionalidad democrática en Uruguay,
solamente un pequeño y reducido grupo de golpistas y terroristas
estatales han sido juzgados y condenados. Este hecho no es una señal de
fortaleza, precisamente, del Estado de derecho ni de la plena vigencia
de las disposiciones constitucionales. Mucho menos de las normas de DDHH
que son el pilar básico de una convivencia pacífica, civilizada,
enriquecedora y gratificante. Tampoco habla bien del poder judicial que
no ha cumplido, salvo dignas excepciones, con sus obligaciones y que en
los hechos ha desamparado a quienes reclaman justicia.
Cuando
los expresos políticos criticamos la inoperancia del Poder Judicial y
sus fallos lo hacemos para profundizar la transición institucional
iniciada en marzo de 1985, para consolidar y extender la democracia.
Ejercemos nuestros legítimos derechos ciudadanos. Junto a todo el pueblo
pagamos un altísimo precio para reconquistarlos y acceder a ellos. La
dictadura fue una auténtica tragedia nacional que no debe volver a
repetirse. Por ello reclamamos que se cumpla a cabalidad con la
normativa de DDHH, con la Resolución 60/147 de la ONU y la sentencia de
la Corte IDH en el caso Gelman vs Uruguay.
Que
el vocero contumaz de los golpistas, de quienes pisotearon la
Constitución y las libertades, primero siempre, elogie la labor de la
SCJ es un síntoma realmente alarmante. Debería serlo para los señores
miembros de ella.
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Opinando. Nº 3 – Año 3 – Martes 18 de febrero de 2014
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