martes, 18 de febrero de 2014

El verdadero desprestigio



Nada desprestigia tanto a un órgano del Estado como el no cumplimiento de sus obligaciones y  cometidos básicos. Con respecto a las aberrantes violaciones a los derechos humanos ejecutadas durante la noche dictatorial, hasta el día de hoy, la justicia uruguaya no ha logrado estar a la altura de sus responsabilidades ante la opinión pública nacional y  ante los ojos del mundo.


Durante más de dos décadas, debido a la Ley de Caducidad de la pretensión punitiva del Estado, que supeditó todas las actuaciones judiciales a las decisiones del Poder Ejecutivo, la justicia no pudo cumplir con las disposiciones establecidas en la Constitución. En el año 2009, ante un recurso presentado por la exfiscal Dra. Mirtha Guianze,  la SCJ declaró la inconstitucionalidad de dicha norma. En un fallo memorable y lapidario, silenciado en forma sistemática por la prensa seria, la SCJ señaló que la Ley de Caducidad era inconstitucional porque  interfería, ilegítimamente,  con sus potestades jurisdiccionales para ejercer justicia en forma independiente. Además, como ley de amnistía fue aprobada sin contar en la Asamblea General con los votos necesarios para ello.


El castigo de los delitos y de sus responsables es el pilar básico de una convivencia pacífica y civilizada. Se sanciona a quienes los cometen para que reciban el castigo que merecen por sus acciones y para desalentar dichas conductas en la sociedad. También para evitar la justicia por mano propia por parte de las víctimas, para educar  y para generar las condiciones que impidan que los hechos vuelvan a ocurrir. En la actualidad, el castigo de los delitos figura en la agenda electoral de la ciudadanía. En los próximos meses habrá un plebiscito para bajar la edad de imputabilidad. En aras de la seguridad ciudadana, paradojalmente, es impulsado por sectores políticos de la derecha que han sido, históricamente y hasta el día de hoy, defensores ardientes,  de la Impunidad con letras mayúsculas.


A diferencia de los delitos que cometen los particulares, las violaciones a los derechos humanos, son siempre delitos graves. Algunos de ellos, desapariciones forzadas, crímenes políticos, privación agravada de la libertad, torturas, son imprescriptibles e, incluso, inamnistiables. Las violaciones a los derechos humanos son cometidas solamente  por los agentes y funcionarios del Estado. Las cometen representantes del Estado que, entre sus obligaciones, tienen la responsabilidad de respetar, de asegurar y de garantizar el ejercicio de las libertades y derechos fundamentales a todos los ciudadanos, sin distinción de raza, sexo, edad, orientación sexual o creencia religiosa. Muy especialmente comprende a los militares y policías que son en todas las sociedades ciudadanos “privilegiados”. Ellos son los únicos que poseen, entre otras prerrogativas, el porte de armas en forma monopólica y exclusiva.


Durante el proceso iniciado el 13 de junio de 1968 que desembocó en la larga dictadura cívico militar, cuando Jorge Pacheco Areco incendió la pradera, Uruguay tuvo, según cifras oficiales y provisorias, 178 ciudadanos detenidos desaparecidos, centenares de ciudadanos ejecutados en presuntos enfrentamientos, decenas de asesinados, cruelmente, mientras eran sometidos a torturas. Uruguay fue una gran cárcel. Miles de uruguayos fueron sometidos en forma masiva, sistemática y generalizada a torturas físicas, sicológicas y morales que incluyeron, incluso, los abusos y las violaciones sexuales en dependencias de las fuerzas armadas y de la policía.


Hasta el momento, a pesar de la gravedad de lo ocurrido, tanto en términos cualitativos como cuantitativos, de que la mitad de la población se ha expresado explícitamente a favor de que actúe la justicia, ninguna causa ni investigación de los hechos ha sido impulsada o promovida por operadores judiciales. Todas las causas que se han tramitado han sido iniciadas por las víctimas directas o sus familiares. La inoperancia del poder judicial es digna de alarma pública a nivel nacional e internacional. Quienes en base a su propio esfuerzo, dolor y sacrificio han promovido las causas judiciales no han contado con el apoyo del Estado en ningún momento. Han sido públicamente calumniados, intencionalmente, para presionar a la justicia, por operadores políticos de primer nivel como el expresidente Julio María Sanguinetti.


A 29 años del retorno a la institucionalidad democrática en Uruguay, solamente un pequeño y reducido grupo de golpistas y terroristas estatales han sido juzgados y condenados. Este hecho no es una señal de fortaleza, precisamente, del Estado de derecho ni de la plena vigencia de las disposiciones constitucionales. Mucho menos de las normas de DDHH que son el pilar básico de una convivencia pacífica, civilizada, enriquecedora y gratificante. Tampoco habla bien del poder judicial que no ha cumplido, salvo dignas excepciones, con sus obligaciones y que en los hechos ha desamparado a quienes reclaman justicia.


Cuando  los expresos políticos criticamos la inoperancia del Poder Judicial y sus fallos lo hacemos para profundizar la transición institucional iniciada en marzo de 1985, para  consolidar y extender la democracia. Ejercemos nuestros legítimos derechos ciudadanos. Junto a todo el pueblo pagamos un altísimo precio para reconquistarlos y acceder a ellos. La dictadura fue una auténtica tragedia nacional que no debe volver a repetirse. Por ello reclamamos que se cumpla a cabalidad con la normativa de DDHH, con la Resolución 60/147 de la ONU y la sentencia de la Corte IDH en el caso Gelman vs Uruguay.


Que el vocero contumaz de los golpistas, de quienes pisotearon la Constitución y las libertades, primero siempre, elogie la labor de la SCJ es un síntoma realmente alarmante. Debería serlo para los señores miembros de ella.


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Opinando. Nº 3 – Año 3 – Martes 18 de febrero de 2014
 
 
 

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