martes, 4 de febrero de 2014

El hierro que mata







Por Nicolás Delgado - 02.02.2014,

El pueblo se parece al edén que el presidente José Mujica imagina en cumbres internacionales. Los hombres trabajan la tierra, las mujeres crían niños, sobra tiempo para compartir y no hay demasiadas distracciones para despilfarrar dinero.



Valentines tiene tres almacenes, una escuela y una comisaría con pocas preocupaciones: el año pasado hubo un solo robo y la Policía encontró pronto a los bandidos. Los niños, como en un poema bucólico, juegan con ramas en las calles al son del trinar de los pájaros, o pasean a caballo. Pero la aldea esconde un secreto: de los 250 habitantes, decenas trabajaron para Aratirí algunos meses y hoy están en seguro de paro, cobrando $ 15 mil.

Los que probaron el fruto de la minería quieren que el árbol les siga dando de comer. Pero el resto, la mayoría de los productores agropecuarios y de los peones que han crecido a lomo de caballo, no quieren escuchar ofertas. El ministro de Ganadería, Tabaré Aguerre, recordó esta semana que los que tengan que dejar de ser productores porque la Ley de Minería de Gran Porte establece que el uso del subsuelo es propiedad del Estado “deberán ser indemnizados”. Este mes, el gobierno firmará el contrato con Aratirí para ejecutar el proyecto de minería a cielo abierto que afectará áreas en Florida, Durazno, Treinta y Tres y Cerro Largo; entre ellas, la zona de Valentines.
La mayoría de los productores y trabajadores de Valentines con los que habló El Observador mantienen su postura: no quieren saber nada con mineras ni indemnizaciones. El ministro mencionó ofertas tentadoras. La minera pagará por mes 900 dólares la hectárea a los productores afectados (15 veces lo que se paga hoy, como lo establece la ley). Pero muchos de ellos insisten en que la tierra que los vio crecer y que esperan dejarles a sus hijos no tiene precio. Y la paz, tampoco.
Cristina Ramírez, propietaria de 600 hectáreas entre Valentines y Cerro Chato que fueron reclamadas por Aratirí, se niega a entregar su tierra. La productora ya recibió un cedulón intimándola. “No nos tienta la supuesta inversión ni el supuesto canon, porque lo que queremos es seguir trabajando como estamos trabajando, con producción intensiva e inversión en genética. No nos interesan los millones que promete Aratirí, sino preservar el medio y que quede algo para los que vendrán”, dijo a El Observador.
Como otros productores, Ramírez descarga su bronca contra Aguerre. “El ministro vino y no quiso hablar del tema porque estaba desinformado. El hombre está diciendo que los campos acá están por debajo de la media de producción del país y eso no es así. Los campos nuestros tienen índice Coneat 100”, expresó.
Sin embargo, el principal problema no es la propiedad de los grandes productores, sino la de los minifundistas, como Hugo Silvera, un hombre de 34 años que se crió en Valentines y vive en la casa que su padre le dejó, con cuatro hectáreas al fondo, donde cría algunos animales. “Si llegan a explotar y no queda nada, ¿qué hacemos?”. La pregunta es recurrente entre los pequeños productores de la zona y los trabajadores rurales.
“El grande puede vender y se puede ir para otro lado. Pero los chicos, ¿qué hacemos? Yo en mi casa estoy entre que la arreglo y no arreglo. Cuando llegué era un ranchito. De a poco hicimos la casa y vamos luchando. Lo que tengo es gracias al campo. Yo siempre trabajé en el campo, desde niño”, insiste y aclara, con un poco de vergüenza, que no tiene estudios pero que él va a dar pelea para defender su pueblo.
Sus cuatro hectáreas no fueron reclamadas por Aratirí. Pero si el proyecto se ejecuta, quedará rodeado de minas y camiones. El ingeniero agrónomo y consultor Eduardo Blasina piensa en este tipo de productores cuando evalúa los principales daños que podría causar la explotación minera. “Si vos no tenés hierro y estás al lado, estás jodido, porque vas a tener las explosiones, los camiones, el polvo, gente que no sabés quién es y que va a pasar para arriba y para abajo, todas las contras y ninguna a favor. Siempre hay uno que queda al borde del proyecto y que se jode”, explicó Blasina a El Observador.
El proyecto prevé una zona de amortiguamiento del impacto. Sin embargo, Blasina destaca que inevitablemente quedará alguien al borde del área minera y que no contará con sus beneficios. “La explosión va a hacer temblar los vidrios, las vacas van a estar estresadas, vos vas a estar estresado. Tu calidad de vida se fue al carajo. Eso es inevitable. Es como que vivas en un balneario y te digan que al lado vas a tener una fábrica que va a tirar humo negro y va a hacer ruido todo el día. Capaz que la fábrica es bárbara para el conjunto del país, pero a vos te jodieron”, graficó el consultor agropecuario.
La minera utilizará 43 mil toneladas de TNT por año. Aratirí planea explotar las minas por unos 20 años.



“El estrés empeora el desempeño sobre el animal. Es posible que las vacas se preñen menos. Una vaca que está escuchando tres explosiones por día gana menos peso y tiene peor desempeño que una vaca que está tranquila”, explicó Blasina, quien, de todas maneras, prefiere la cautela antes de opinar sobre el impacto integral del proyecto sobre el país: “Si tengo que definirme a favor o en contra, no sé. Capaz que se saca el hierro, te deja un vagón de guita y queda un lago en el que hacen windsurf. No sé cómo será dentro de 30 años. Lo que sé es que hay gente que se jode”.
Además de Silvera, de su esposa y de su hija, se perjudica Gilena Andrade, su esposo Omar Andrade, sus hijos, nietos y bisnietos. La familia Andrade vive a la entrada de Valentines, a unos 1.000 metros del cerro Mulero, de donde Aratirí prevé extraer hierro. Si el proyecto avanza, las detonaciones cortarán el trinar de los pájaros. “Envejecí trabajando en estancias”, dice el hombre de 63 años, que hace cuatro décadas llegó a esos pagos. “Muchos van a trabajar unos años, ¿y después?”, se pregunta.
“¿Y después?”, es la pregunta más recurrente en Valentines. La incertidumbre y el miedo se convirtieron en resistencia. Pero “si me pagan bien, lo vendo”, dice Omar Andrade sobre su rancho. Muchos, por lo bajo, lo admiten. Otros dicen no tener precio.
José Fernando Larrosa fue uno de los primeros en oponerse al proyecto. Sus padres tienen campo en la zona requerida por Aratirí y él arrienda unas 170 hectáreas cerca de Valentines. “Estamos frente a dos modelos totalmente distintos, uno renovable y sustentable, como el que tenemos ahora, y otro extractivo, de corto plazo y depredador, que va a dejar un pasivo ambiental importante. Luego de la explotación te entregan un cráter. Entonces, no es un tema de ponerle precio, sino del modelo de país en el que yo creo. Uruguay está preparado para producir alimentos naturales. Ese será nuestro sello de distinción. Si me tengo que ir de aquí, me voy a ir. Pero lo que tengo bien claro es que mis hijos saben de mi lucha y mis nietos no me van a poder decir ‘vos no hiciste nada para detener esto’. ‘No me tocó: hice la guerra con un escarbadientes y perdí’, les responderé”. Luego sentencia: “Mis costumbres y mis vivencias no tienen precio. Yo elegí esto”.
Larrosa es de los productores más escépticos: “No hemos sido capaces de controlar la contaminación del río Santa Lucía, de donde se abastece de agua la mitad de la población del país, ¿y me vas a decir que aquí las consecuencias van a ser moderadas y poco significativas?”.
Otros, en cambio, esperan la oportunidad para vender (ver recuadro). Se está de un lado o se está del otro. Y una vez que muerde la tentación, se abandona la paz y los hombres se dividen en pro Aratirí o contra Aratirí.



3 de febrero 2014

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